Literatura


Novela española de Postguerra


LA NOVELA ESPAÑOLA DE POSGUERRA

El pasado inmediato - Crisis y malogrado restablecimiento de la novela antes de 1936 - Orientaciones del género bajo el signo bélico.

Uno de los acontecimientos más importantes que se han producido en nuestra literatura durante los 25 ó 30 años posteriores a la Guerra Civil ha sido, sin duda, el resurgimiento y restauración de la novela, y más especialmente la novela comúnmente llamada “realista”

Todas las guerras traen ruinas. La nuestra produjo, además, una momentánea ruptura cultural y literaria motivada por la dispersión de una buena parte de escritores, una verdadera diáspora intelectual.

Pronto en esa literatura exiliada se produjo un fenómeno de `anacronía', de `desfasamiento' con respecto a las realidades interiores del país. Hacen su obra en situación muy especial: o se limitan a escribir sobre recuerdos, o hacen literatura desarraigada, dirigida al país de adopción (Ejemplo de esto es el poeta Juan José Domenchina cuyos poemas son un incesante añorar, evocación y elegía. Max Aub, novelista, basa sus obras en un continuo recuerdo de lo vivido, un tiempo cada vez más alejado, los años de la posguerra y el éxodo.)

La continuidad que pudieron representar en un primer momento algunos escritores exiliados se irá debilitando inexorablemente. La lejanía geográfica en que solían aparecer tales obras hacían que fuera prácticamente desconocidas para el público español.

El caso de Ramón J. Sender confirma lo dicho (“Mister Witt en el cantón” 1936.) Comienza a tener fama con la reedición de esta novela, pero cuando ya había realizado la casi totalidad de su obra la casi totalidad de nuestros novelistas de la joven generación de trasguerra.

Los novelistas del interior fluctuaban en busca de una literatura y de unos escritores con quien entroncar. Las avanzadillas de los movimientos literarios han sólido estar representadas por las revistas, y en ellas debemos buscar, más que en los libros, la preceptiva, el manifiesto de lo que debía ser la nueva literatura española.

Desde noviembre de 1940, la nueva intelectualidad adscrita a los ideales del Movimiento dispone de una revista importante, “Escorial”. Al frente de esta hallamos figuras, escritores o poetas que se habían dado a conocer antes de la guerra como Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo.

Los propósitos aparecen expuestos en el “Manifiesto editorial” del nº 1 (Madrid, noviembre de 1940). Se trata de restaurar los ideales de la época de los Reyes Católicos, del César Carlos y de Felipe II, saltando a través de buena parte del siglo XVII, siglo XVIII y XIX. Este anhelo, podríamos decir que representa el aglutinante principal que las une.

Aunque está por hacer un estudio en profundidad, conviene destacar un hecho sintomático. “Escorial” en su contenido, deja paso abierto, a la vez que a la literatura, la poesía y el ensayo erudito, a la exposición y comentarios de la actualidad política, consagrando crónicas a lo que llama La marcha del mundo, es decir, a la política europea y a las noticias de la conflagración mundial, ya que - según ellos mismos afirman - los hechos políticos son también fenómenos de cultura.

En todo caso, se trata de la aceptación de una mezcla que iba contra los principios de la antigua Revista de Occidente, desdeñosa en lo que tocaba a los conflictos políticos o sociales. Esto hace que una revista como “Escorial” resulte en algunos aspectos, y a pesar de todo, más próxima a nosotros o a nuestra contemporaneidad que la “Revista de Occidente”, y ello por pertenecer ésta al tiempo de allá del acontecimiento limitador.

Volvemos a hallar algo semejante en la revista “Garcilaso” (marzo de 1943 a marzo de 1946). Nos topamos a lo largo de las páginas de Gracilazo con vehementes defensas en pro de un arte humanizado, donde Enrique Azcoaga llega a decir: “Una de las cosas que al poeta más le humaniza es el permanente sentido de la injusticia social”. Afirmación que de momento quedará ahí, pero que poco a poco se irá abriendo paso hasta que llegue la poesía denunciadora de la injusticia social de los cincuenta.

Algo semejante encontraríamos al analizar otras revistas. La Estafeta Literaria, quiso ser desde sus comienzos un periódico eminentemente popular, carácter que exageró con una tipografía llamativa, grandes títulos sensacionalistas y polémicas artificiosamente alimentadas. El primer número de “La Estafeta” apareció el 5 de marzo de 1944. Coincide con otras en rechazar también la teoría del arte por el arte, para utilizarlo al servicio de un determinado credo político. No buscamos - dicen - el servicio del arte por el arte, sino el Arte y las Letras por España y su Caudillo...

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Si en poesía podía entroncar con las formas y el espíritu del Renacimiento o del Barroco, no ocurría lo mismo en el campo de la novela, quizás por hallarse este género más enraizado en el tiempo. La restauración de la novela habría de ser más lenta, más ardua que la de la poesía, y de hecho la seguirá a varios años de distancia. La novela era un género que se encontraba en crisis desde la Generación del 98 y aunque tuvo alguna figura insigne, nunca presentó un bloque homogéneo. Los autores más representativos de la generación, los que le dan el tono, son principalmente pensadores y poetas: Unamuno, Maeztu, Machado; y cuando se internan por el camino de la narrativa se hallan más preocupados por la expresión y el estilo que por la construcción de verdaderas novelas (Azorín y G. Miró)

Incluso cuando el género se aborda abiertamente, se nos ofrece enfocado desde un plano lírico, semipoético, o bien se cede el paso a otro lirismo de signo contrario, como es el de la novela esperpéntica. El único novelista de calidad y genuino de aquella generación es Pío Baroja. No puede extrañarnos, pues, que el primer intento por renovar y restaurar la novela española en la posguerra sea obra de un escritor (Camilo José Cela) considerado como “neo-barojiano”.

Esta situación de penuria novelística empeora en la generación siguiente, de 1927 o de la República (Guillén, Lorca, Salinas, Alberti, Gómez de la Serna, Bergamín...). La novela, sigue escribiéndose, pero ya no es el género preferido por los lectores intelectuales. Ortega en “La deshumanización del Arte e Ideas sobre la novela” preconiza un arte autónomo, por encima y al margen de lo histórico y lo humano, con las menos raíces vitales posibles.

Estas ideas, aparecidas en 1925, se tomaron como un oráculo por la joven y dorada intelectualidad de la época, sin que esto signifique que todos estén de acuerdo. Deslumbrados por el talento seductor de Ortega, algunos escritores se empeñaron en crear una novela desarraigada, pura, deshumanizada, lo que les lleva, según los casos, a obras de género ambiguo e indefinible. Otros como Ramón G. De la Serna o como Bergamín, inventan la novela-greguería, que vale por sus ingeniosidades y paradojas.

Tales teorías de deshumanización artística no fueron privativas de Ortega. El advenimiento de la República marca un momento histórico que la explosión del 36 desvía y, en definitiva, hace abortar. En novela se señala durante cinco años de régimen republicano un retorno al Realismo.(“Siete domingos rojos” de Ramón J. Sender 1932)

La dispersión de estos autores como consecuencia de la guerra hizo que sus propósitos de novela social y realista quedara en mero conato. Las nuevas generaciones de posguerra ignoraron esos intentos de los años 1930 al 36 en pro de una novela “testimonial”, enraizada e incluso “comprometida”.

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La novela se hallaba, pues, más que ningún otro género en un estado que podríamos denominar de orfandad. La ausencia de maestros, el desconocimiento de su obra, la imposibilidad de entroncar con la novela de los autores del 98 llevó a los nuevos novelistas de posguerra a dirigir sus miradas al exterior o a empalmar con la novela galdosiana.

Antes se había ensayado por algunos escritores del interior una novela de guerra íntimamente comprometida con los ideales y premisas del Movimiento e inspirada en ellos. Esto explica el carácter panfletario de algunas novelas.

Rafael García Serrano “Eugenio o la proclamación de la primavera” Bilbao 1938. Se trata de una diatriba política y encierra una violencia y una agresividad extraordinarias.

José María Alfaro “Leoncio Pancorbo” Madrid 1942. Se trata también de la biografía de un joven falangista, aunque como relato, está más estructurado que el Eugenio.

El común denominador de esta literatura novelesca, surgida bajo el signo de la guerra civil es, sin duda, la rigidez, la falta de complejidad psicológica y humana de los personajes; la ausencia de ecuanimidad; el determinismo que divide a los personajes en dos categorías opuestas: los buenos y los malos. O sea, que no hay objetividad.

Entre 1942 y 1945 - Los primeros esfuerzos por restaurar el realismo desembocan en distintas variantes de tremendismo - Del Pascual Duarte a Nada

Las primeras manifestaciones de una novela genuinamente de posguerra no aparecen hasta ya vencida la primera mitad del siglo. Sin embargo, durante ese lapso de tiempo hubo algún que otro intento de renovación dentro de una línea “realista”, que consiste en oponer a los héroes idealizados de las novelas bélicas uno o varios antihéroes.

Camilo José Cela. La primera novela de este tipo fue “La familia de Pascual Duarte” aparecida a finales de 1942 (el mismo año del Lorenzo Pamcorbo). Causó un fuerte impacto en el público. El lector se encontraba desde la primera página, con un estilo y un contenido que contrastaban con la literatura vigente en periódicos, libros, revistas, etc. Es la primera novela antiheroica, protagonizada por un antihéroe. El estilo del autor era más bien llano, común, con descripciones de un naturalismo bastante apoyado. Pero la violencia y la exageración coincidían con aquella clase de obras que venía de desbancar.

El “Pascual Duarte” era hijo de su momento y refleja un mismo clima de furor y violencia. Por su desmesura, su brutalidad y su crueldad la novela de Cela entroncaba con las otras que hemos referido; mientras que por su desvío de las convenciones establecidas, su ausencia de héroe positivo, su indiferencia ideal o política se apartaba en cambio de aquellas.

¿Quién era ese personaje, ese reo de muerte que habla en primera persona? ... Es un criminal que cuenta su vida y fechorías sin omitir detalle ni paliar atrocidad. Pascual Duarte carece de ideales. Nacido en una tierra ingrata y dura, antes de ser verdugo Pascual fue víctima. Cela se toma por ello el trabajo de ponernos en antecedentes de la familia del héroe. Hay un “determinismo”, una ausencia de libertad interior en el protagonista, que más que vivir resulta arrastrado, arrollado por la vida.

El colapso momentáneo sufrido por la guerra hacen que la novela neorrealista y socialmente preocupada que se proponen los jóvenes autores, resulte en España un fenómeno de rechazo, de “contraola” que llega a nosotros con doce o quince años de tardanza.

1942 es demasiado pronto para ese realismo objetivo. El realismo del Pascual Duarte desemboca en un tremendismo que sólo hace soportable el estilo de su autor. En realidad Cela no alcanzará un estilo verdaderamente vivo y actual, plenamente descargado de contrahechuras literarias sino a partir de La Colmena.

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Entre 1942 y 1951, entre el “Pascual Duarte” y “La Colmena” hay un compás de espera en la narrativa. La primera de ambas obras presenta la primera fisura en la superficie ideal de la literatura de la inmediata posguerra; la segunda abre el camino a un nuevo realismo por el que irrumpirá la nueva generación juvenil que dará a este realismo de forma el contenido ideológico de que carecía.

El segundo acontecimiento literario que se produce en la década anterior, es un acontecimiento doble:

1.- La aparición de una novela distinta, de título humilde y como sin pretensiones: Nada de Carmen Laforet.

2.- La institución del premio de novela “Nadal”, que vino a recaer justamente sobre aquella.

“Nada”, novela de una joven escritora de veinticuatro años fue el gran éxito de librería de un autor español en España después de la guerra civil. Nada respondía a nuestras apetencias literarias que se iban desarrollando poco a poco. En Nada se dieron ya algunas de las características que en la década del cincuenta distinguiría la “nueva novela”. Se trata de algunas características y no siempre de las más importantes o decisivas.

En lo que concierne a Laforet, la discrepancia proviene de que no comparte las preocupaciones sociales e ideológicas que caracterizan a la “nueva novela”, eminentemente crítica, y sobre todo porque en la obra novelística de esta escritora se ha producido un fenómeno que podríamos llamar de “reblandecimiento”.

Sin embargo, Nada contenía algunas de las características que formarán parte de la nueva novela. Por ejemplo: la inclusión de los hechos y de los personajes dentro de un tiempo y un espacio precisos y actuales, en la Barcelona de la inmediata posguerra. (“Duarte”, a pesar de su naturalismo crudo, dejaba el lugar de la acción en lo vago, en un pueblo extremeño sin determinar, con precisión en el tiempo y espacio.

La acción de “Nada” es a este respecto más exacta. Se sitúa en la Barcelona de la inmediata posguerra; se trata de un libro escrito con sencillez, en el que el estilo no es un fin en sí, sino más bien un instrumento al servicio de lo que se relata, sin rebuscas clasicistas ni regustos picarescos y barrocos. “Nada” era una obra esencialmente narrativa: ni discursiva, ni preciosista, ni retórica; ni bronca ni desgarrada. Venía a romper en la narración en prosa (como “Hijos de la ira” de Dámaso Alonso) con el ambiente literario estrecho, timorato, convencional.

Pero hay en “Nada” algo que la separa de la novela nueva. Primero, la imposibilidad de considerarla como obra realmente realista y objetiva. Segundo, porque tampoco se trata de una novela preocupada o comprometida. Se trata de un libro mitad autobiográfico, mitad novelesco (libresco).

La forma de autobiografía escogida coincide con la de Pascual Duarte. La protagonista de Nada, Andrea, cuenta su llegada a Barcelona a casa de su abuela materna, en el mes de octubre de un año de la inmediata trasguerra. Va a Barcelona para estudiar letras en la Universidad. El asunto se reduce, prácticamente a esto; pero en el libro existen dos planos, dos perspectivas: Una, el mundo interior de la protagonista, sus experiencias íntimas y que coincide en sus grandes líneas con la biografía de la autora. Se trata, pues, de una biografía: la novela de la propia vida que cada cual lleva en sí. Otra, la familia de la protagonista, que contrariamente a lo que sucede con el plano anterior, resulta exagerado, demasiado apoyado sobre un mismo registro, falso. Es un mundo marginal, compuesto exclusivamente de seres anormales, extravagantes o maniáticos; un mundo unilateral, como el de los tíos Juan Y ramón, o el de Gloria y Angustias.

El clima creado por la autora es mucho más romántico que realista (todo es raro y sorprendente en aquella casa de la calle Aribau) Estamos en un piso habitado por seres excepcionales, dentro de un ambiente extraordinario, literario y hasta truculento, muy alejado de los ambientes vulgares y cotidianos, corrientes, que habrá de preferir y que escogerá la “nueva novela” un lustro después.

“Nada” es una obra triste, desalentadora, como corresponde a una generación (la de la autora y protagonista) que ha vivido el drama de la guerra y sus horrores. En este aspecto “Nada” se emparenta con el “Pascual Duarte”, libro igualmente sombrío y pesimista, e incluso “la Colmena” (escrita entre 1942-48 y publicada en 1951). En todas estas obras faltan las fuerzas que podríamos llamar actuantes, pensantes, volitivas.

“Nada” es como “La Colmena” una obra de desilusión, de generación u juventud perdidas: frente a la generación recobrada de la segunda mitad de siglo.

En el umbral del medio siglo - La experiencia inacabada de La Colmena - El giro decisivo

Con la llegada a España de “La Colmena” en 1951 llegamos también al umbral mismo de la irrupción en la vida literaria española contemporánea de los escritores de la nueva promoción, que empiezan a darse a conocer precisamente en ese momento mediosecular de los años 1950 y 1951.

Camilo José Cela resulta históricamente el promotor e iniciador de la misma, siendo, por segunda vez, punto de arranque de una evolución en nuestra novela actual. El año 1950, traza por varias razones una especie de línea divisoria.

La importancia de “La Colmena” reside en haber sido la primera obra de su género que presentaba con cierto realismo y cierta verdad la vida cotidiana española de posguerra en un lugar concreto, Madrid y en un tiempo preciso, año 1942.

“Nada” se situaba dentro de un marco espacial y de un contexto temporal determinados; pero no nos daba una visión social, colectiva de la vida española, sino más bien la de un mundo cerrado, hacia el interior de un piso sórdido.

“La Colmena” presentaba un conjunto social, una amplia galería de personajes en lucha con la situación en que la vida y la historia españolas los había colocado. El protagonista es la colmena, es decir, la colectividad madrileña de 1942, de vida difícil, dura, sombría, sin grandes perspectivas: el Madrid centenario.

Los temas que presiden la obra son tres: el dinero, el hambre y el sexo. Si prescindimos del último, los otros dos tienen profunda raigambre en nuestra literatura picaresca clásica. Así pues, hay una dicotomía que lleva a una división pesimista: por un lado, todo es miseria, estrechez, mediocridad, desengaño; por otro, todo es avidez, falta de escrúpulos, cinismo y, sobre todo, vacío de ideales. “La Colmena” equivale a la expresión de una frustración, de un desengaño. Es una almoneda de ideales, una dimisión del pensamiento propio. En esto se halla en el polo opuesto a cualquier novela de Baroja, oponiendo la ausencia de ideales de “La Colmena” a la continua problemática ideológica e incesante discusión de los personajes barojianos.

En otro plano, cabe preguntarse también si “La Colmena” refleja realmente la vida española que pretende resaltar. El propio autor ha dado varios juicios (Revista Índice):

“Mienten quienes quieren disfrazar la vida con la máscara loca de la literatura. La literatura es un engaño, un fraude más en la ya larga serie de fraudes con que la vida de los hombres es atenazada. Pero lo curioso es que la literatura, ese antifaz de la literatura, es a los escritores a quien incumbe hacerlo caer. Y no con la lupa, sino simplemente con el espejo, ese espejo donde todos nos vemos y, a veces, alguno se avergüenza..”

“...Esta novela mía no aspira a ser más - ni menos, ciertamente - que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias ...”

“... éste es un libro de historia, no una novela” (4ª edición)

Contra lo que declara su autor, “La Colmena” es una novela llena de reticencias, de omisiones y de olvidos voluntarios. Cela presenta la vida española con cierto realismo, con cierta verdad; pero no con realismo ni verdad cabales, porque esa novela solo desvela un fragmento parcial, a priori negativo, de la sociedad española; podríamos decir que se trata de una obra parcialmente realista

Cela hizo una selección. Intenta hacer pasar una parte por el todo. Baste recordar lo que sucede con los personajes. Éstos son numerosísimos, a pesar de lo cual faltan representantes de categorías sociales tan esenciales, influyentes, y significativas como el militar, el clérigo, el militante falangista, etc. Es decir, que no pudiendo deberse a olvido, llegamos a la conclusión de que el autor ha prescindido, de antemano, de aquellas realidades cuyo tratamiento podría plantearle problemas.

Por este escamoteo Cela se desconecta de los novelistas de la nueva oleada, cuya finalidad primordial va a ser, al contrario, la de plantear problemas, suscitarlos, escribiendo en función de ese planteamiento.

“La Colmena”, a pesar de su importancia literaria, se había quedado a la entrada del resurgimiento de nuestra novela actual realista, sin traspasarla. Toda la obra de Cela queda a un lado de todo grupo o equipo.

Lo que parece evidente es que los tres temas que presiden “La Colmena” no cesan; se convierten en el principal filón literario de nuestro autor. El hambre, la sexualidad y la escatología aparecen y reaparecen , adentrando la creación celesca cada vez más por el camino del guiño y la contorsión (a lo Quevedo)

Para algunos, esta estética de signo negativo, se identifica con lo español por eso de la línea de esperpentos y estafermos que va de Quevedo a Valle Inclán y que recoge la pintura de Solana. Tal identificación nos parece un abuso ya que las obras esenciales de nuestra literatura no responden a ese regusto.

Queda por señalar que Cela renueva a su vez la técnica narrativa al adoptar la composición simultánea, de pequeños flashes de situaciones y personajes distintos dentro de un marco temporal. (Este procedimiento de la acción dialogada y de la simultaneidad de flashes había sido utilizada poco antes por Suárez Carreño en “Las últimas horas”)

La irrupción juvenil del medio siglo - La “nueva oleada” entra en escena

Puede decirse que desde 1951 no pasa año sin que aparezcan una o varias novelas que irán revelando a los autores de nueva promoción (nacidos entre 1925 y 1935) y cuyas obras se escalonan desde 1951 a 1962 aproximadamente.

Constituirá un grupo bastante numeroso y homogéneo. Los más significativos : Armando López Salinas (1925), Antonio Ferres (1925), Carmen Martín Gayte (1925), Jesús Fernández Santos (1926), Ana María Matute (1926), José M. Caballero Bonald (1926), Rafael Sánchez Ferlosio (1927), Juan García Hortelano (1928), Juan Goytisolo (1931), Juan Marsé (1933) Luis Goytisolo (1935)

Todos ellos escriben por algo y para algo; todos consideran la literatura, en primer lugar, como medio de comunicación, y no como fin en si misma, esforzándose en desvelar y revelar - a través de ella - la realidad viva y actual del país. Todo ello, realizado de la manera más objetiva posible, sin la intervención aparente del autor.

Se trata de una novela actual, abierta a la vida diaria, sensible al acontecer exterior. Por ello mismo es una novela antievasionista, que rehúsa convertirse en instrumento de huida o de abstracción del mundo.

Erraríamos, sin embargo, si tomando como base esta preocupación la entroncásemos con la literatura preocupada del 98, porque la técnica, el estilo son muy distintos y el problema de España se aborda en aquellos y en estos escritores desde ángulos muy distintos. Antecedente, pues, más engañoso que veraz.

Añadiremos que se trata de una literatura que tiene como motivo y fin el país en que nace: parte de la realidad y pretende ayudar a su transformación.

Los autores de la nueva promoción adoptarán un estilo, un procedimiento, una técnica que hacen que nuestra “nueva novela” se distinga e identifique frente a la que no lo es no sólo por el contenido, sino igualmente por su forma. Juan Goytisolo en 1958, en un artículo sobre la novela afirmaba la estrecha relación existente entre la estructura histórica y la forma literaria. En cuanto a la “forma” la nueva novela se distingue por el predominio de la sobriedad frente al juego literario; la sencillez frente al ornamento; la expresión concreta y directa frente a la imagen, el rodeo metafórico o alusivo... No porque se hayan propuesto desintelectualizar la novela a todo trance y por principio. Lo que ocurre es que las circunstancias en que viven y han de escribir son predominantes, tienen preferencia.

Todo esto que he expuesto se encuentra confirmado en las declaraciones que varios jóvenes novelistas hicieron con motivo de una encuesta llevada a cabo en 1962.

José Manuel Caballero Bonald: “Hace seis o siete años, cuando como tantos otros me desperté frente a la realidad histórica de mi país, quise testimoniar de lo que en ella veía. La realidad española está al alcance de todo aquel que quiera mirarla y comprenderla. He tratado de reflejar esta realidad con la mayor objetividad posible...”

Antonio Ferres: “La realidad es, para mi, la única fuente viva de la obra literaria. La realidad española es fácil de ver, y de ahí que la enfoque unas veces en tanto que denuncia de las condiciones sociales, y otras como un compromiso frente a las fuerzas que desean disfrazar esta realidad”

Alfonso Grosso: “ Intento, como otros hombres de mi generación, testimoniar e inquietar... Adopto una actitud de denuncia y, desde luego, francamente engagée”...

J. García Hortelano: “Creo que la realidad española, por la riqueza de temas que ofrece, facilita la tarea al narrador, y que solamente el elegir plantea ya un problema... En un ambiente culturalmente poco denso, el novelista debe esforzarse antes de nada en dar fe de la realidad en que vive...”

Juan Marsé: “Es sabido que el primer deber de todo novelista estriba en describir la realidad sin falsificarla... Pero, además, escribir novelas significa, para mi, defender una causa...”

Armando López Salinas: “El servicio que puedo prestar a los otros hombres de mi país es desvelar las relaciones sociales y mostrar el mundo tal y como creo que es... La obra literaria, en un amplio sentido, puede ayudar a la creación de nuevas condiciones (sociales)”...

Juan Goytisolo: “En una sociedad en que las relaciones humanas son fundamentalmente artificiales, el realismo se convierte en una necesidad... Para nosotros, escritores españoles, la realidad es nuestra única evasión”...

De esas declaraciones se desprende un hecho: el realismo que preconizaban no ha sido siempre fruto de una elección totalmente libre. Al contrario: el realismo se ha impuesto como una necesidad de expresión para que el escritor logre expresar y comunicar lo que quiere. El autor ha de limitarse a exponer hechos, sucesos, en su escueta realidad.

Este procedimiento no era nuevo. Se había utilizado hacía más de treinta años por algunos novelistas norteamericanos. Lo que diferencia el caso español es que para los novelistas españoles se trata de una necesidad, de una imposición creada por las circunstancias. Era el único medio que permitía decir callando.

Inicios, desarrollo y auge de la “nueva novela”

Los once años que corren desde 1951 a 1962 se caracterizan por la irrupción, desarrollo y apogeo de la nueva novela de trasguerra. El primer intento importante de un novelista de la generación de posguerra por captar una parte de esa realidad española de su tiempo lo debemos a Jesús Fernández Santos por su novela “Los Bravos” publicada en 1954, pero escrita ya en 1952 cuando la presentó al premio Nadal.

“Los Bravos” fue redactada entre 1951 y 52 cuando su autor tenía entre veinticinco y veintiséis años. La acción se sitúa en las primeras estribaciones de la montaña leonesa. Fernández Santos parte - como los demás - de experiencias vividas, casi siempre directas. Los personajes, sus relaciones, se hallan dentro de un mundo concreto que les condiciona. La actitud del escritor puede ser distante, pero no completamente pasiva. En este caso su actitud es “preocupada”.

El enfoque del medio rural que se nos presenta en “Los Bravos” contrasta con el tratamiento que de ese mismo medio había venido haciendo nuestra novela hasta entonces.

Antes de la guerra de 1936, el campo servía a los escritores, sobre todo, para narrar dramas de familia, melodramas rústicos de venganzas personales, crímenes bárbaros, irredentismo montaraz, dentro de la tradición naturalista y de la literatura rural. En los autores del 98, como señaló Pedro Laín, hay una actitud paisajística y lírica, Miró, por ejemplo. Incluso para Antonio Machado contemplar el paisaje de Castilla implicaba automáticamente la resurrección de El Cid, de las huestes castellanas levantando una polvareda bajo los cascos de los caballos. En Unamuno se explota el tipo de campesino torvo, bestial. Y en Azorín esa tendencia de vaciar al campo de sus habitantes, para poblarlos de espectros y fantasmas: Cervantes, Santa Teresa, Don Quijote, etc.

La postura que iban a adoptar los autores de porción del medio siglo a este respecto será opuesta. Lo que les interesa no es tanto el paisaje como los hombres, y éstos, despojados de todo mito histórico. El presente es el terreno que reivindica el novelista. Los lugareños del pueblo leonés en que se centra la acción de “Los Bravos” están vistos a través de la figura de un médico joven de Madrid que asiste, por su profesión, a los problemas que se les plantean a sus habitantes: el principal, el de subsistir.

Varios de los novelistas de la promoción joven se convertirán, a su vez, en viajeros, y sus libros de viajes a través de España responderán, con más rigor aún que en la novela, a esas premisas de realismo y objetividad.

En 1953 Juan Goytisolo terminaba su novela “Juegos de manos” que aparecerá, como la anterior, en 1954. Con esta obra nos trasladamos a un medio muy diferente.

Juan Goytisolo, nacido en Barcelona en 1931, se convirtió rápidamente en el novelista más conocido de la joven promoción de posguerra. A esta rápida fama contribuyó su fácil aceptación en Francia, en donde en seguida se publicaron las primeras traducciones de sus novelas. A Través de “Juegos de manos” se descubría, súbitamente, la existencia de toda una generación juvenil de escritores españoles.

Durante siete u ocho años, la nueva literatura española se iba a poner de moda en los medios literarios parisienses; se vería en ella un posible filón comercial. Precipitadamente, para aprovechar la moda, se lanzaron al mercado obras de mérito muy dispar.

“Juegos de manos” presentaba un aspecto limitador de la sociedad urbana española posterior a la guerra civil. Es el mundo de los señoritos más o menos agamberrados, adolescentes en su mayoría, que de trampa en trampa llegan a convertirse en verdaderos delincuentes.

El tema no pasaría de anecdótico si no tuviera como tela de fondo todo el trauma moral y social de la guerra y sus secuelas: aprovechados sin escrúpulos, enriquecidos en la carroña y los engordados con el hambre ajena convertidos ante los hijos en moralistas, todo lo cual no puede impedir que los propios hijos descubran la falacia y se les desplome todo un sistema de valores.

Goytisolo aplica ya lo que podríamos llamar “recetas” de la nueva escuela. Ni explica ni describe apenas nada. El lector irá descubriendo a los personajes a través de las conversaciones, por su comportamiento externo, sin que el autor los someta a análisis.

De ahí surgió toda una doctrina que reducía la psicología al estudio del comportamiento externo, de las relaciones individuales aparentes. Es el lector quien tiene que encargarse de conocer a los personajes, es decir, a partir de sus actuaciones y de sus palabras, de su conducta y sus reacciones.

Aplicada por nuestros jóvenes novelistas ésta desemboca en un realismo objetivista, poniendo al escritor ante un dilema: o seguir intensificando esa técnica, hasta la exageración, o cambiar de procedimiento. Fue lo último lo que habría de ocurrir.

“Juego de manos” parte de unos casos más bien marginales en la vida española de su tiempo. Pero lo hace sin aplicar lentes deformantes, sin tremendismo alguno.

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Al año siguiente (1955) publicaba nuestro mismo autor “Duelo en el Paraíso” novela que ocupa la guerra civil española. Los autores de esta promoción no tuvieron una experiencia suficiente de aquel suceso. Era un asunto para cuyo tratamiento no estaban maduros todavía ni el lector ni la circunstancia.

En “Duelo en el Paraíso” se trata precisamente, de una visión infantil del conflicto y los protagonistas son, precisamente, niños. Nos relata la historia de un grupo de niños vascos, huérfanos en su mayoría por azares de la guerra, que han sido instalados como refugiados en una finca de los alrededores de Gerona llamada El Paraíso , convertida en residencia escuela. La acción se circunscribe al momento en que se derrumba el frente de Cataluña.

La guerra no es el tema central, pero la lucha echa su sombra sobre las páginas del libro e influencia el cotidiano vivir de los niños, aunque la guerra, en sí, sea asunto que concierne a los mayores y en ella intervienen, llegando solo el fragor, ecos y visiones inconexas o rápidas.

El problema resulta ajeno, poco comprensible para la mentalidad infantil, ocupada principalmente por los juegos, hasta el punto de que todo se resolverá en juego. Los protagonistas infantiles remedan bajo la forma de juego y diversión el comportamiento de los mayores, de cuyo vocabulario se apoderan sin comprenderlo exactamente: valor, castigo, traición, ejecución, cerco... Los niños juegan a la guerra y dentro del juego condenan a uno de sus compañeros a muerte, por traición. Siguiendo las reglas del juego hasta el final, ejecutan al reo.

Los jóvenes autores, más que inventar o imaginar, prefieren testimoniar de lo que conocen. Por eso “Duelo” es probablemente la única novela de la guerra que podía escribir un representante de la nueva oleada: una visión infantil de la guerra, distanciada, no comprometida.

Sin embargo, hay dos obras que tienen como autores a escritores de una generación más vieja. Este par de obras son “Cuerpo a tierra” (1954) de Fernández de la Reguera y “Un millón de muertos” (1960) de José Mª Gironella, segunda parte de la trilogía que empieza con “Los cipreses creen en Dios” (1953).

Ambas obras ofrecen un ejemplo de las diferencias y distancias que separan en lo que atañe la guerra civil a los autores de la generación de la posguerra de la anterior, a pesar de que estos publiquen y sigan publicando muchos años más tarde.

La manera de abordar el conflicto será distinta según el lado temporal (de antes o de después) en que se encuentre el autor. Para Fernández de la Reguera (nacido en 1916), la guerra constituye una experiencia de madurez, viva y directa; ha intervenido en ella. Algo semejante acontece con la citada obra de Gironella (nacido en 1917)

Para los novelistas de una generación después, la misma contienda es ya, en su mayor parte, historia.

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La primera novela en la que vemos empleada de forma sistemática la nueva técnica del realismo objetivista es “El Jarama” de Rafael Sánchez Ferlosio, (nacido en 1927) obra sobre la que recayó el premio Nadal en 1955. Hasta entonces, Ferlosio era conocido solamente por una minoría.

“El Jarama” era una novela característica de la nueva promoción. Después de la obra de Jesús Fernández Santos y de Goytisolo, “El Jarama” representa un hito. Es la primera novela de un joven autor escrita según una técnica rigurosamente objetiva, sin incursiones en otros procedimientos, con ausencia total de retórica, carencia casi absoluta de descripciones, distanciamiento completo del autor, y repulsa de toda intervención emotiva.

“El Jarama” es una novela cuya sobriedad no dejó de desorientar a algunos sectores de la crítica y del público, que recibieron mal este libro.

Otro aspecto de “El Jarama” que desorientó fue la trivialidad del asunto, la falta de peripecias. Se le echó en cara que para referir una anécdota, el libro tuviera nada menos que trescientas sesenta páginas. Este aspecto artístico, junto con su fisonomía literaria poco corriente, habría de convertir esta novela en un libro apreciado sobre todo por la “minoría”

El argumento de “El Jarama” cabe en pocas palabras y nada tiene de extraordinario. Se trata de un grupo de chicos y chicas de Madrid que van a pasar un domingo de verano a orillas del Jarama. Salen de sus casas por la mañana, llenos de ilusión. Poco a poco, sin embargo, el día avanza y va consumiéndose hora tras hora sin que se diferencie apenas de los otros días corrientes y tediosos. Los chicos se van hundiendo en el aburrimiento y en la desilusión. Al final, el día de fiesta concluye trágicamente con la muerte - ahogada en el río - de una de las chicas.

El autor no aparece ni interviene. Está escrita casi íntegramente en diálogo; un diálogo a su vez intrascendente, monótono, reiterativo, falto de ingenio y amenidad, plasmado de frases hechas y de tópicos.

Sánchez Ferlosio logró captar admirablemente ese domingo estival difícil de olvidar para un lector aquella novela, en la que hay mucho más que una simple fotografía. “El Jarama” es un libro de desolación que está presente en todo. Es un libro que encierra un pequeño tesoro de lenguaje popular madrileño, suelto, fresco, chispeante, bronco y desgarrado a veces, golfante y achulapado.

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Un año después de “El Jarama”, en 1956 se reveló una autora joven, Carmen Martín Gayte (mujer luego de Sánchez Ferlosio), con la novela “Entre visillos”. Esta obra aborda la vida de la pequeña ciudad provinciana, con su clase media dominante, apegada a sus tradiciones, intransigente en lo que toca aciertos conceptos de orden, decencia, respetabilidad y forma de pensar. Se trata de una primera exploración de la vida de Salamanca en la que resonaba la voz de Unamuno, de una Salamanca de “después”, en la que las nuevas generaciones no vieron ni oyeron al contradictorio y célebre profesor.

El protagonista de “Entre visillos” podríamos decir que es el miedo. La juventud femenina de la pequeña burguesía provinciana gira uniformemente alrededor del matrimonio, al que las chicas van impulsadas, sobre todo, por el miedo a la soltería. La soltería femenina, dentro de una determinada organización mental y social bastante extendida aún por ciertas provincias, resulta un castigo, un motivo de conmiseración , una incitación a la burla y al menosprecio.

Este miedo en las más jóvenes, se va convirtiendo en obsesión y luego en tragedia en las mayores. Aparece una sociedad cerrada sobre sí, estancada, en la que la mujer carece todavía de existencia sustantiva y real, siendo más bien un valor adjetivo, sin independencia propia.

En la pequeña ciudad, las ocasiones las deparan los paseos por la plaza, los bailes de las festividades, las reuniones familiares, acaso las aulas... Es el caso de Julia, una de las protagonistas de la novela.

“Entre visillos” encierra inmadureces, ingenuidades. La obra resulta un tanto abstraída del conjunto social y faltan en ella otras categorías de personajes capaces de dar el contraste necesario. A pesar de todo, esta obra constituye una experiencia más dentro de la trayectoria “reveladora” de la joven novela.

Primeros signos de sofoco: la bifurcación del género

Entre 1958 y 1960 la “nueva novela” española llega a una especie de encrucijada, bifurcándose en dos direcciones. Hasta estas fechas, el grupo que personaliza, que representa a la nueva novela se nos había presentado bastante homogéneo. Todos se distinguen y asemejan en el deseo de desvelar, de descubrir la realidad cotidiana y común española.

En el umbral de la década de los años sesenta, esa novela toma dos direcciones. De un lado, seguirán apareciendo algunas obras que, fieles a aquel procedimiento ya madurado y puesto a punto, lo intensificarán todavía más, ahondando en él hasta llevarlo a sus consecuencias últimas. (Esta línea de objetivismo puro y escueto la siguen novelistas como García Hortelano con “Nuevas amistades” 1959 y “Tormenta de verano” 1961. Juan Marsé con “Encerrados con un solo juguete” 1960 y Luis Goytisolo con la obra “Con las mismas palabras” 1962.

Por otro lado, empiezan a aparecer otras obras menos radicales, adaptadas a un objetivismo y a un realismo que llamaremos atemperado o atenuado; se intentará una novela nueva de un realismo diferente.

Los autores toman cierta distancia frente al realismo objetivista. En vez de empeñarse en la mera presentación de hechos, de personajes que hablan entre si, de sucesos aislados, se esfuerzan en cambio por incorporar cada fragmento de realidad dentro de un conjunto social, histórico, tejerlo sobre una urdimbre de sucesos y circunstancias. O sea: en vez de presentar las cosas como en un escaparate, aisladas y autónomas, mostrarlas encadenadas al contexto, dependientes de un pasado y en apetencia de porvenir.

Esta clase de obras que no renuncian categóricamente al realismo objetivo, pero que lo mitigan y lo integran, sobre todo, a un conjunto, va desde “La resaca” de Juan Goytisolo (Paris 1958), hasta “La mina” y “Año tras año” de López Salinas (1960, 1962). “Un cielo difícilmente azul” y “La zanja” de Alfonso Grosso (1961); y en menor grado “La piqueta” de Antonio Ferres (1960)

El que algunas de estas novelas hayan visto su primera luz fuera es bastante significativo de por sí. Se había llegado a una acomodación con el realismo objetivista, y se había creado una especie de hábito.

Pero convendría echar una mirada sobre la otra tendencia que podríamos llamar “conservadora”, fielmente apegada al realismo objetivo.

Uno de los representantes más destacados fue García Hortelano (Madrid 1928). Su primera novela “Nuevas amistades”. El procedimiento es el mismo que el de “El Jarama” y que “Juegos de manos” pero más desarrollado y más riguroso. La narración gira alrededor de un presunto crimen. Es un mundillo que ya conocemos: el de cierta juventud acomodada y “perdida”, fruto de la guerra.

Con “Tormenta de verano”, García Hortelano alcanzó un gran renombre. Obtuvo al premio internacional Formentor en el año 1961. Es una obra geométrica, minuciosamente construida y objetiva hasta la frialdad. El asunto es muy sencillo: un grupo de niños de familias veraneantes descubre el cadáver de una muchacha, desnuda, en un playa levantina. El descubrimiento de los niños da origen a una encuesta policíaca, que nos lleva a la colonia de unos cuantos veraneantes, todos ellos gente rica o bien situada, de la burguesía acomodada madrileña, “gente bien”, que goza de consideración y respeto. El inesperado descubrimiento de un crimen bviene en el fondo a romper la monotonía, el tedio de unas vacaciones uniformemente iguales a las de otros años, en los que no ocurría nada.

Uno de los personajes, Javier, sabe la verdad; pero no se decide a confesarla por cobardía y al final elige la postura más cómoda. Se considera impotente para romper con aquella sociedad; le asusta el esfuerzo. Al final se resigna.

Para referir estos hechos el autor escribe más de trescientas páginas y en esta obra - lo mismo que en “El Jarama” - la conclusión es pesimista. Este ambiente asfixiante, enrarecido, en el que se suceden whiskys , ginebras, cócteles, cenas, recepciones, salas de fiesta, aspirinas y bicarbonatos habría de bautizarse, desde la pelícila de Fellini, con el nombre de “dolce vita”, aunque a la española.

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La novela de Juan Marsé “Encerrados con un solo juguete” refleja un ambiente del mismo género, aunque la edad de los personajes dé una media algo más juvenil. Una juventud perteneciente a la pequeña burguesía catalana, hijos de familias descoyuntadas por la guerra civil, acomodadas a un materialismo reducido a su más simple y prosaica expresión.

El ambiente emana efluvios “dolcevitescos”. Los personajes corren en pos de la diversión, de un pasarlo bien que, transformándose a menudo en tedio o tragedia, víctimas como son de la pequeñez de su propio mundo, incapaces de imaginar nada fuera del alcohol y del sexo. En suma, nos sentimos sumergidos una y otra vez en ese hastío del alma que vimos flotar en las obras de Hortelano y que alcanza su cenit en la novela de Luis Goytisolo “Las mismas palabras”

Luis Goytisolo (Barcelona, 1935) obtuvo a los veintitrés años el premio Biblioteca Breve por su primer libro “Las afueras” en 1958. Se rata de un conjunto de relatos enlazados por la unidad de lugar (Barcelona y las afueras) la relación de los personajes entre sí y un mismo momento temporal: a los dieciocho años de la guerra civil, como dice el mismo autor.

“Las afueras” difiere de la novela realista en otros aspectos: en su carácter unanimista, en la artificiosidad de la construcción, la mezcla confusa de personajes. Habría que hablar de las narraciones por separado, pues en cada una de ellas aflora un estilo diferente.

Quizá uno de los mejores relatos sea el de Ciriaco y el alférez, cortado según el patrón realista, en el que el diálogo, se usa como “revelador” social e histórico.

“Las mismas palabras” parece el resultado de una evolución hacia la técnica del realismo objetivo. Es una de sus novelas más representativas, en el momento en que el género empezaba a declinar. En esta obra hallamos una especie de resumen de todos los caracteres y supuestos que ya conocemos: atmósfera de tedio, vida sin horizontes, sin finalidades capaces de justificarla.

Uno de los personajes, Julia, lo expresa abiertamente cuando le dice a Antonio: “...Es inútil engañarse. Pasa un día y otro y una semana y otra y un año y todos los días son iguales y nunca cambia nada. Hoy un cóctel, mañana una cita, el domingo la playa, y vas distrayéndote, pero todos los días son iguales. Comer, cenar, dormir, comer, cenar, dormir. Y cuando te das cuenta y quieres hacer algo, ya es demasiado tarde. Por eso es mejor no darse cuenta; porque entonces ya es tarde...” Estas palabras son significativas. El aburrimiento absoluto, casi viscaral, va unido a descentramiento de la mente, a malestar y desazón. Es un libro de reiteración y de saturación. El lector lo presiente y no entra en el juego.

En esta novela no se trataba de una juventud que lo tiene todo o casi todo al alcance. Son chicos y chicas de condición obrera, sin recursos económicos como para caer en el fastidio, en el aburrimiento por saciedad de bienes materiales. Su hastío resulta por ello de otro tono menos sofisticado que el de esa juventud dorada.

Resumiendo, odríamos decir que las novelas que se mantienen apegadas a la línea del realismo crítico y objetivo, han ejercido este procedimiento en un sector de la realidad española, dentro de un mismo ambiente. El escenario es la gran ciudad y las playas mediterráneas sofisticadas por el turismo. ¿por qué los jóvenes escritores no han ejercitado el mismo procedimiento novelístico para ahondar en la existencia de otros medios sociales más auténticos y representativos? Quizá la respuesta sería, porque no los conocen bien; porque ellos mismos pertenecen a ese pequeño mundo burgués de donde proceden.

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Entre 1958 y 1960 se afirma otra tendencia que, sin renunciar completamente al realismo ni a la objetividad narrativa, hace más porosa, más flexible la novela, sustituyendo l la simple y escueta presentación de los hechos, por una interpretación de estos mismos. Esta nueva orientación se puede advertir en “La resaca” de Juan Goytisolo; en “Central eléctrica” de López Pacheco (ambas de 1958); “Dos días de septiembre” de José Manuel Caballero Bonald (1961) y “La mina” de A. López Salinas (1960)

En “Central eléctrica” aparecen enfrentadas dos sociedades distintas dentro del ámbito nacional que ambas comparten en teoría, pero en el que forman prácticamente como dos naciones, dos mundos que se excluyen. El libro se desdobla, por ello, en dos novelas. La novela de los trabajadores que construyen un gran embalse; por otra, la de los ingenieros y directivos de la empresa que financia la construcción de la central.

Este dualismo se advierte también en otra novela de 1961: “La zanja” de Alfonso Grosso. Esta novela nos narra la vida de los obreros que construyen la zanja en las proximidades de un elegante conjunto residencial y que se opone a la novela de estos seres extraños, separados unos de otros no sólo por esa zanja material, sino por la zanja social, infranqueable, que los coloca frente a frente, pero sin comunicación.

En “La mina”, los personajes se integran más fuertemente aún en su contexto social e histórico que, en definitiva, es lo que les da una explicación. Podríamos denominar este procedimiento como “realismo histórico” ya que cuenta más que el rigor objetivo.

López Salinas, nace en Madrid en 1925. Esta circunstancia tiene interés si tenemos en cuenta que desde siempre se perfilan ciertas diferencias entre la literatura de autores catalanes y no catalanes: castellanos, andaluces, gallegos, vascos, etc. No es simple casualidad que la técnica del realismo objetivo aplicado a cierta sociedad burguesa sea obra principal de autores catalanes o de ascendencia y estirpe catalanas.

Antes de redactar su novela, Salinas se encuentra integrado en una sociedad con problemas más agrarios que industriales. Por un lado la hidalguía los grandes terratenientes; por otro, el mundo de los empleados, oficinistas, burócratas, etc. Él mismo hubo de trabajar en diversos oficios: auxiliar de oficina, representante, burócrata, pintor, delineante... Sus experiencias vitales distan bastante del ambiente del “Placer de vivir”.

Salinas es autor de dos novelas de tono muy diferente: “La mina” y “Año tras año”. “La Mina” refiere una historia vulgar y corriente: la de un campesino andaluz que, falto de trabajo, emigra de su terruño para contratarse como minero de fondo. Busca lo consuetudinario y rehuye con recelo lo excepcional.

Los personajes de “La Mina” están determinados por la situación. Son lo que son porque antes hubo una guerra; porque ahora, la sociedad existente se haya determinada en gran parte por aquel acontecimiento. Joaquín, el protagonista, tiene un pasado. Fue soldado durante la contienda y forma parte de los vencidos.

En esta novela el autor no se limita a exponer, quiere explicar. La explicación de las cosas se halla, generalmente, en la anterioridad de estas cosas. Es el pasado lo que nos explica a Joaquín, cuyo drama se ve rebasado por otro más vasto.

El primero es el drama particular de un campesino que, acostumbrado al aire y a la luz, no consigue adaptarse a la existencia de minero, añorando su vida anterior, a pleno sol. El otro drama de índole más general, está constituido por la multiplicidad de hechos que circunda al protagonista y que, hasta cierto punto, caen fuera de su voluntad y de su arbitrio.

La muerte del protagonista equivaldría a un final pesimista, incoherente y absurdo si lo tomásemos aisladamente. Por esto el final de “La Mina”, trágico para Joaquín, no resulta completamente inútil, baldío y perdido para siempre. Comporta, por el contrario, una fuerza expansiva que mira al porvenir.

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Con “Dos días de septiembre” de Caballero Bonald (1961) nos encontramos ante una especie de compromiso o síntesis de las dos direcciones en que se había bifurcado la “nueva novela”. Recuerda en ciertos aspectos técnicos a “El Jarama”.

El escenario de “dos días de septiembre”, el ambiente descrito, los hechos referidos, los tipos, expresión, habla, todo es perfectamente conocido por el autor, nacido él mismo en Jerez de la Frontera.. Hay un recurso semejante al diálogo vivo, natural, rico en voces, expresiones y giros tomados del habla andaluza jerezana, sin caer en el fácil regionalismo.

Por otra parte, hallamos también la presencia de algunos procedimientos pertenecientes más bien al realismo extremado o intensificado: la utilización de conversaciones simultáneas, el empleo del “diálogo de sordos” o incomunicación de unos seres con otros.

Es la primera incursión del autor por este género, y en esta obra acoge también la tendencia que hemos llamado “realismo histórico”. Nos dice, por ejemplo, y a propósito de uno de los protagonistas, Joaquín, que había pasado varios años en el penal del Puerto de Santa María. Otras veces la explicación viene dada por alusiones o evocaciones a hechos pasados o actuales que aclaran la actuación de los personajes.

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Un año antes, 1960, “Los vencidos” de Antonio Ferres tropezó con varios impedimentos y hubo de conocer diversas tribulaciones. Apareció primero en su versión italiana, en 1963; y solo un par de años más tarde conoció la primera edición en castellano.

El mérito principal de esta reside en esa particularidad más bien extraliteraria, y no en su elaboración, estructura o estilo, que son poco originales e incluso a menudo trabajosos. Carece en “Los vencidos” de suficiente cohesión, y el conjunto del libro resulta desarticulado, inconsistente, sin que los personajes lleguen a fraguar en entidades diversificadas.

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Dentro de esta promoción de novelistas ocupa un lugar verdaderamente aparte Ana María Matute (Barcelona 1926). Rigurosamente contemporánea de los autores mencionados. En medio del fervor realista, la obras de Ana María Matute da la nota original, y no solo frente a los compañeros de promoción, sino incluso considerándola desde la perspectiva, mas vasta, de la propia literatura española moderna. Es un mundo lírico, fantástico, soñador casi siempre, vago y misterioso en que se mueven y al que pertenecen los personajes.

Desde 1947 empieza a darse a conocer gracias a haber quedado finalista del premio Nadal. Ese universo mágico y extraño aparece ya en “Los Abel”, novela llena de bruma y melancolías que, a primera vista, hace pensar en relatos nórdicos, en paisajes de cielo gris y campos verdes. Añádase la predilección de la autora por los nombres de resonancia poco comunes, de origen vasco; el carácter insólito de unos campesinos y labradores aficionados a la música hará que llegue al lector desprevenido un gran asombro.

Ana María Matute no es autora de novelas independientes y aisladas, sino creadora a través de un mundo particular, exclusivo, un mirador abierto hacia la fantasía, el lirismo y la entonación.

En sus últimos libros, los de la trilogía “Los mercaderes” (por ejemplo en la Primera memoria) parece esbozar un sesgo a su obra y a su estilo acercándose a la problemática y a la concepción literaria de sus compañeros de generación. Se diría que la escritora pretende trascender el universo personal e íntimo para incorporarse a la temática más realista.

La autora debería guardar algo de esa fibra peculiar e inconfundible dándonos así una variante personal de la síntesis entre realidad y arte que otros escritores han ido a buscar por otros caminos.

La publicación de “Los soldados lloran de noche” (segunda parte de la trilogía) parece responder afirmativamente a estos anhelos. Es una novela realista en el sentido de que se halla bien afincada en un tiempo y espacios concretos: la guerra civil y sus repercusiones en un rincón de la isla de Mallorca. Pero al mismo tiempo tiene algo de “poema” por la efusión lírica que vuelven a florar aquí como el recurso a nombres de resonancias extrañas.

Matute no está exenta de peligros. A veces los personajes no logran encarnar ni adquirir relieve, bañados como las cosas y los paisajes de una luz romántica y desmelenada. Otras veces esa misma exuberancia y facilidad la empujan hacia un virtuosismo que degenera en acumulación barroca y en retórica.

En estos casos, la novela queda reducida a una atmósfera más interior que exterior. En cambio, cuando logra frenar esa expansión desbordante consigue novelas de tan gran belleza como “Fiesta al Noroeste”, su mejor obra.




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Enviado por:MAS
Idioma: castellano
País: España

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